Apuntes de etnografía

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Exiliados vascos en un campamento de Francia. Fuente: Gregorio Arrien. Niños vascos evacuados en 1937.

La toma del territorio vasco y del resto del norte republicano por parte de las tropas franquistas, y su posterior política represiva y excluyente, provocó la salida de una gran oleada de exiliados. Se calcula que fueron 100.000 los vascos que marcharon al exilio, desde nuestra tierra, entre 1936 y 1937, de los cuales 30.000 eran niños y niñas; y se estima que, de las 500.000 personas que salieron en la llamada “Retirada”, desde Cataluña hacia Francia, en 1939, más de 10.000 personas eran del País Vasco.

El primer éxodo importante de población vasca hacia el extranjero tuvo lugar pocas semanas después del inicio de la guerra, durante la campaña de Gipuzkoa. El temor originado en la población por el rápido avance de las tropas sublevadas sobre la zona fronteriza y la proximidad de los combates provocó la huida de un considerable número de mujeres y niños hacia Francia. A partir de la primera semana de mayo de 1937, tras la ofensiva franquista sobre el territorio de Bizkaia, en la que los frecuentes bombardeos sobre diferentes localidades originaron numerosos muertos y una incipiente hambruna, la preocupación se extendió a toda la sociedad, lo que impulsó, definitivamente, la evacuación, a gran escala, de la población civil.

Buena parte de los exiliados vascos fueron acogidos, inicialmente, en territorio francés. Al llegar a los puertos galos, eran vacunados, censados y examinados, con el objetivo de detectar enfermedades contagiosas peligrosas. Tras el paso de los controles, y una vez alimentados, los refugiados eran conducidos, por tren, a las localidades de acogida designadas en Francia; y, paralelamente, algunos miles de niños, a países vecinos.

Begoña Estevez. Cortesía del autor.

La dureza de las condiciones de vida en los campos y, sobre todo, el estallido de la II Guerra Mundial, en septiembre de 1939, dieron lugar a un importante y rápido regreso inicial, a Euskadi, de muchos refugiados. Aunque, en un principio, se preveía una pronta vuelta de todos los exiliados, para varios miles de ellos, fundamentalmente para aquellos que estaban más comprometidos políticamente, ese retorno ni siquiera se planteó. Para ellos, su permanencia en Francia o la huida hacia América aparecían como las únicas vías para continuar con un proyecto de vida personal que quedó trastocado desde el mismo momento de su salida del País Vasco. Así, su huida se transformó en un largo éxodo que se extendió hasta la muerte del propio Franco, e incluso, en algunos casos, hasta nuestros días.

En este contexto, aparecen las figuras admirables, sólo conocidas por sus más allegados, de muchas mujeres que tuvieron que vivir, en propia carne, con muchos obstáculos y sacrificios, estas vicisitudes de la guerra, la posguerra y el exilio.

Begoña Estevez Arechavaleta fue una de ellas. Nacida el 15 de noviembre de 1923 en el centro de Bilbao, cuando la Villa fue bombardeada, en 1937, Begoña tuvo que embarcar, rumbo a Francia, en el Goizeko Izarra, que esperaba amarrado en el puerto de Santurtzi. En Iparralde comenzó su primera etapa de exilio. Allí inició su relación de pareja con Antón de Irala, catorce años mayor que ella, que se había incorporado a movimientos políticos y culturales euskaldunes desde muy joven, y que fue nombrado Secretario General de la Presidencia cuando se formó el primer Gobierno Vasco del Lehendakari Agirre.

Debido a sus responsabilidades políticas, Antón se tuvo que mudar a la ciudad de Nueva York, lo que no le resultó posible a Begoña, por lo que tuvieron que casarse, por poderes, en 1945. Tiempo más tarde pudieron, por fin, reunirse en dicha ciudad, donde vivieron cierto tiempo y tuvieron dos hijos. Después, se vieron obligados a regresar nuevamente a Iparralde, creciendo la familia con otros cinco vástagos.

En 1962, tras la muerte del Lehendakari Agirre, les tocó trasladarse, esta vez, a Manila (Filipinas), donde permanecieron 8 años. A su vuelta definitiva, se instalaron en Donibane Lohizune.

Begoña Estevez y Anton de Irala con su prole en Manila, 1963. Cortesía del autor.

Nuestra sociedad recuerda y venera, con gran admiración, a muchos grandes políticos, abogados, catedráticos, poetas, novelistas, periodistas… vascos que, desde el exilio, y en la primera línea, dejaron su impronta y trabajo en favor de su País. Pero en la mayoría de los casos, a su lado se encontraban, en un segundo plano no tan expuesto socialmente, sus esposas, poderosas e ímprobas luchadoras, como Begoña, que además de ama de casa, fue el sostén físico y psicológico de una familia numerosa, educadora de sus hijos, a la vez que gran defensora de las libertades vascas guiada por los valores “euskaldun fededun”.

Los hijos de Begoña le animaron, en los últimos años de su existencia, a que escribiera sus memorias, reflejando las experiencias tan intensas que había vivido por el mundo. Begoña, en cambio, quiso continuar con su discreción de siempre y no plasmó nada en el papel. Pero todos sus allegados eran conscientes de que, gracias a ella, y a su extenuante trabajo para hacerse cargo de una prole tan numerosa, y apoyar, al mismo tiempo, a su marido, en situaciones siempre cambiantes y alejadas de su entorno propio familiar, tuvieron la posibilidad de centrarse plenamente en sus responsabilidades políticas, laborales y empresariales, hasta alcanzar el reconocimiento social.

En definitiva, Begoña, como muchas otras mujeres, fue la “columna vertebral silenciosa” de esas vidas exitosas, y sobre todo de una gran obra, la de su familia en el exilio.

 

Zuriñe Goitia – Antropóloga

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