Apuntes de etnografía

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Segando trigo en Zeanuri (Bizkaia), 1920. Fuente: Fondo Felipe Manterola.

Antes de la mecanización del campo, la cosecha manual consistía en agarrar con una mano la mies que la hoz segaba con la otra y depositar en el suelo el cereal cortado, de modo que esa mano quedara libre para seguir repitiendo la operación. Otra persona, por detrás, generalmente una mujer, se encargaba de ir recogiendo esos manojos y, utilizando tallos de cereal a modo de cuerda, los ataba hasta formar las gavillas con las que se conformarían los haces que facilitarían el manejo de la mies desde la pieza hasta la era en la que se trillaría.

Por mucho cuidado que cada quien tuviera en su tarea, era inevitable que se fueran quedando cabezas de grano en el rastrojo. Espigar consistía, literalmente, en recoger las que se habían quedado en la pieza para que no se desperdiciaran. Sin embargo, el mismo concepto era extensible a otras tareas similares realizadas tras la cosecha con la finalidad de optimizar el aprovechamiento. Es así como encontramos prácticas muy extendidas, como “racimar” en las viñas la uva que se había quedado sin cortar, “rebuscar” debajo de los olivos o en el árbol mismo las aceitunas que no habían sido recogidas o acudir a ciertos árboles (castaños, nogales, almendros) en busca de frutos que se habían salvado de la recolecta.

Un elemento fundamental a tener en cuenta en estas prácticas es su carácter socialmente aceptado dentro de una lógica de aprovechamiento. En una sociedad en la que los recursos comunales se gestionaban para procurar el bien común mediante un sistema de derechos y deberes adquiridos por ser vecino o vecina, observamos también cómo las propias ordenanzas municipales de épocas pasadas contemplaban y respaldaban iniciativas que favorecían el aprovechamiento de recursos privados incluso por personas que no eran sus legítimas propietarias, siempre que este se diera bajo determinadas condiciones para que no hubiera perjuicio. Es así como encontramos normas sobre los plazos en los que se podía espigar antes de permitir la entrada de animales y rebaños a las piezas, otra costumbre muy extendida y que beneficiaba tanto a quienes poseían o se hacían cargo de ese ganado como a los dueños de esas tierras.

El carácter residual de la tarea de espigar requería de tiempo, esfuerzo y paciencia para obtener un resultado que podríamos considerar ridículo comparado con las cantidades obtenidas en la cosecha. Incluso en una acepción más amplia del concepto de espigar que permitía incluso segar aquellos lugares puntuales de la pieza que habían quedado sin cosechar (por ejemplo, por la dificultad de su orografía o de su acceso. Espigar, racimar o rebuscar eran actividades precarias realizadas por los sectores más desfavorecidos de una economía caracterizada por la subsistencia. Es así como, en el contexto estructural de esa sociedad agraria tradicional, entre quienes se dedicaban a rebañar lo que de otro modo quedaría fuera del aprovechamiento humano encontramos dos perfiles protagonistas: mujeres (“espigadoras”, “rebuscadoras”) y criaturas.

En la actualidad, la mecanización de tareas agrícolas y las propias dinámicas sociales han desterrado de la cotidianidad la noción de espigar. De hecho, la propia mentalidad actual parece alejarnos cada vez más de la idea de aprovechamiento: tendemos hacia un consumo constante y cada vez más caro de productos teóricamente nuevos y perfectos mientras que desechamos otros al alcance de nuestra mano. Desde nuestro primer mundo globalizado parecemos optar más por el desperdicio (del fruto, del alimento, del objeto que sea) que por su provecho, quizá por miedo a que semejante actitud por nuestra parte sea malinterpretada como señal de decadencia y hasta de miseria.

Beatriz Gallego — Labrit Patrimonio

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