A pesar de que pasamos junto a ellas sin darnos cuenta, todavía es habitual ver argollas en las calles de nuestros pueblos. Este objeto, denominado de varias maneras en euskera (uztaia, anilla, txinga, zirgilo), nos da cuenta del pasado. En su sencillez podríamos calificarlo como patrimonio cultural, ya que es un objeto histórico integrado en nuestro paisaje urbano. Las argollas con las que se ataban los burros u otros animales, aunque se han mantenido a pesar de todos los cambios e innovaciones en las calles, abren una ventana a las formas de vida de los antepasados. Y es que estos elementos que son patrimonio simbólico tienen la capacidad de evocar la vida pasada.
Julio Caro Baroja, en su libro Los vascos (1971), afirma que la forma de un espacio vital está estrechamente relacionada con la estructura social y económica. En concreto, las argollas ponen de manifiesto la conexión entre la economía y el espacio, al que imponen personalidad, identidad y pasado histórico. Hoy en día, a pesar de no tener un uso productivo, quién sabe cuántos baserritarras los utilizaron en el pasado.
En los siglos XIX y XX fue un oficio importante el de distribuidor, encargado del reparto de los productos del caserío. Independientemente de que existiera o no una vinculación económica, la distribución era una transferencia de bienes, un trato con los productos del caserío. En este sentido, el trabajo de vender o intercambiar estos productos era, sobre todo, tarea de las mujeres; aunque se reconocía más como trabajo doméstico que como profesión. Y el oficio era realmente duro; exigía un alto grado de diligencia, era una actividad ardua y muchas veces hasta peligrosa.
El mercado de la comarca al que se dirigían y la frecuencia con la que iban variaba en función de la estrategia de venta de cada familia. Los productos que producían y el número de miembros de la familia eran condiciones importantes en esta decisión. Para llegar al mercado, el camino a recorrer también ofrecía diferentes posibilidades, ya que no era lo mismo desplazarse con el burro a pie, en tranvía o en autobús. Paradójicamente, el burro fue en el pasado el símbolo del progreso y de la apertura al mercado; el símbolo de la modernidad.
El caserío era a la vez centro de producción y morada. Lejos de ser una realidad cerrada, el caserío ha tenido una relación económica con la casa, el comercio y la industria de la calle desde hace tiempo, quizás desde siempre. En los caseríos vivían grandes familias, pero no sobraba nadie. Cabe destacar que la mano de obra de los más pequeños también era importante. Eran los encargados de un trabajo que, sin mucho margen para la adolescencia, era de vital importancia para el hogar y la familia. Muchas veces, antes de amanecer, ya se dirigían hacia las calles acompañados del asno o del ganado.
Leche, queso, huevos, capones y pollos, verduras, alubia, frutos secos y nísperos eran habituales en las cestas preparadas por las baserritarras para el mercado, así como el carbón en zonas boscosas. El trabajo previo de recogida, selección y preparación de los productos se llevaba a cabo con mucho mimo. En cualquir caso, que el caserío produjera todos estos alimentos, no significaba que fueran habituales en la alimentación diaria de la familia.
Como hemos dicho, las mujeres se encargaban de la venta de esta producción para poder así conseguir algo de dinero con el que adquirir otros alimentos o artículos de primera necesidad para el hogar. Muchos baserritarras vendían el producto en el mercado, en tiendas o en casas particulares; en este último caso, cada caserío tenía sus propias clientas. Así, hay que subrayar que los puntos de distribución no se limitaban a los mercados. Estas estrategias de venta variaban en función de distintas casuísticas, relacionadas con las épocas de producción o la búsqueda de una venta más o menos rápida. Asimismo, en la época de plena producción acudían a los puntos de venta varias veces por semana.
Las argollas de nuestras calles nos ofrecen la posibilidad de viajar en el tiempo, de mirar los espacios de otra manera. En su ardua actividad diaria, en esas mismas argollas ataban el burro nuestras madres, tías y abuelas; no olvidemos su labor.
Nora Urbizu Arozena — Antropóloga