Apuntes de etnografía

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Yo fui de aquellos que nacieron en casa, en uno de aquellos partos domésticos en los que todo empezaba por salir corriendo a buscar una comadrona que auxiliase en el parto.

Fue ella quien, tras el alumbramiento, ordenó que se trocease la placenta, junto a su cordón umbilical, y que se echase al fuego para eliminarla, porque ya percibía como un órgano funesto, carente de cualquier simbolismo.

Pero, tan solo un año atrás, en el nacimiento de mi hermana, las cosas habían sido muy diferentes. Entonces sí, cumpliendo con la costumbre de los antepasados, mi joven padre se dirigió al jaro de Kukullu, al otro lado del regato que vemos en frente de casa. Cavó un hoyo lo suficientemente profundo y enterró allí la placenta, bien protegida para que no la comiese algún animal. Repetía lo que siempre se había hecho, sin darle excesiva importancia.

Pero la tiene, ya que se trata de un antiquísimo ritual extendido por todo el mundo.

En euskara denominamos selaun a la ‘placenta’, con un origen en seni + lagun ‘amigo del niño’. La palabra ya nos da algunas pistas sobre cómo concebían nuestros antepasados la placenta: como algo casi sagrado, íntimo e inexorablemente unido de por vida al destino del ser que había cobijado.

Desde tiempos remotos la placenta ha sido considerada por numerosas sociedades como una prolongación y continuidad de la vida del recién nacido. Por ello había que cuidarla, generalmente «…enterrándola y protegiéndola de seres adversos como eran los animales que podían comérsela y ello iría en detrimento de la madre y especialmente de la criatura recién nacida» (Consolación González y Pía Timón, 2018).

Otros autores como Gutierre Tibón (1986) estudiaron profundamente este mismo rito a escala mundial.

Ya en nuestro país, el sacerdote etnógrafo y euskaltzain José Mª Satrustegi recogió esa misma idea: «…la placenta y demás restos del parto se tenían que ocultar cuidadosamente al darles tierra, ya que existía la creencia de que si afloraban a la superficie acarreaban maleficios a la interesada y se ponía rabioso el perro que los comiera».

No hay más que echar una ojeada en el Atlas Etnográfico de Vasconia para encontrarnos con las diversas expresiones populares en torno a este ritual.

Me llama especialmente la atención la de Artziniega (Araba), en donde se envolvía previamente con una tela blanca, dándole a la placenta el mismo trato que si fuese un bebé.

Algo parecido documentamos en Elgoibar (Gipuzkoa). Consistía en enterrar la placenta en la línea de los goterales del alero. Ello nos transporta a la antiquísima costumbre vasca de sepultar ahí los bebes fallecidos sin bautismo.

A continuación, se cubría el hoyo con una losa y sobre ella se colocaba una cruz de madera, recibiendo así la placenta similares honores a los que corresponderían al entierro de un ser querido. Y sobre ella caían las gotas en los días de lluvia, lluvia que se consideraba bendita, pues procedía «del mismo Cielo».

Todo parece indicar que este aspecto del agua es relevante, pues se cuidaba en toda la geografía peninsular y grandes extensiones de América que la placenta se enterrase en un lugar húmedo, no seco, porque si no, tanto la madre como el bebé, sufrirían de sed de por vida y su salud se vería resentida.

El que le tocase a mi placenta ser la primera de mi estirpe en ser desligada de todo el cúmulo cultural de nuestros antepasados es algo que me da gran pena. Eso sí que es un pecado original de los de verdad…

Felix Mugurutza – Investigador

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