Apuntes de etnografía

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Día de ánimas. Pintura de José Arrue. Fuente: Felix Mugurutza.

En las tradiciones vascas de hasta hace medio siglo, el Día de Ánimas era la fecha principal dedicada a los difuntos y se celebraba el 2 de noviembre. Por el contrario, su víspera, el 1 de noviembre, día de Todos los Santos, se solía limitar a los oficios religiosos y poco más.

Dicho sea de paso, por tanto, la noche de ánimas tan aclamada para poder “maquillar” el importado Halloween, es en realidad la noche entre el 1 y el 2 de noviembre y no la anterior.

Pero… ¿de dónde surge todo este embrollo?

Para que los fieles dispusiesen de unos referentes modélicos para sus vidas, la Iglesia creó en el siglo VIII la festividad de Todos los Santos. «Todos los santos y santas», sin dejar ninguno excluido. Así se conseguía una sólida referencia que sirviese al pueblo llano a modo de guía moral. Probablemente, también así podría absorber la Iglesia unas creencias populares previas, relacionadas con el fin de la actividad de la naturaleza.

Con estos antecedentes, ya en el siglo IX y por orden papal, la celebración del Día de Todos los Santos se extendió a todo el orbe cristiano.

Pero, a pesar del éxito conseguido, las gentes más sencillas no se contentaban con honrar a los impolutos santos, porque eran modelos que les resultaban lejanos. Por el contrario, les inquietaba mucho más el destino de «sus difuntos»: el del padre, la hermana, la criatura o aquel buen amigo que había fallecido.

Querían recordar, honrar y ayudar a las almas de sus seres cercanos, aunque sus vidas hubiesen estado a menudo cargadas de imperfecciones.

Por ello la Iglesia se vio forzada a instaurar una segunda fiesta, de culto a los antepasados “cercanos”: el Día de Ánimas o de los Fieles Difuntos, el día siguiente, 2 de noviembre.

Y con ello, a su vez, infundieron la creencia de que las almas de las personas que habían muerto sin limpiar sus pecados no podían alcanzar la gloria divina y vagarían en un estadio intermedio: el Purgatorio. Pero también aportaron una ingeniosa solución: los fieles que estuviesen en la vida terrenal podrían ayudarles a alcanzar la gloria eterna valiéndose de rezos, misas y, al fin y al cabo, aportando dinero.

Argizaiolas en Amezketa, 2005. Autor: Felix Mugurutza.

La idea de las almas errantes a las que había que ayudar había surgido del monje benedictino San Odilón de Cluny en fechas en torno al cambio de milenio. Su idea fue posteriormente adoptada por Roma y ya en el siglo XVI, por medio del Concilio de Trento, se difundió a toda la cristiandad.

Consecuencia de todo ello, en los estratos populares se extendió la creencia de que en la noche de los difuntos los muertos retornaban a las casas donde antes habían vivido y participaban asimismo de la comida de los vivos.

De ahí que en los rituales que hemos practicado los vascos hasta no hace mucho en el Día de Ánimas, haya sido habitual no solo encender velas sobre las sepulturas de las iglesias, sino también en las ventanas de las casas, para facilitar que los antepasados de esa familia pudiesen orientarse y encontrar la casa. Lo mismo sucedía con las encrucijadas de caminos, en las que se instalaban cruces que ayudasen a las almas extraviadas en esas bifurcaciones. O la costumbre de poner un plato en la mesa para que los finados que vivían en esa realidad paralela pudiesen compartir de modo simbólico la mesa.

Pero, los tiempos cambiaron y la modernidad también llegó a la Iglesia. Así es como esta institución eliminó el Día de los Difuntos o Ánimas en su innovador concilio Vaticano II (1963-65). Se consideró excesiva la duplicidad festiva al entender que había logrado ya los objetivos para los que fue creada. Así es que ambas fechas se fundieron de nuevo en el 1 de noviembre, día de Todos los Santos y, desde entonces, honramos en una misma fecha a aquellos santos que a veces nos resultan tan lejanos, así como a nuestros antepasados más próximos. Por muy pecadores que hayan sido…

Felix Mugurutza

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