El fuego ha sido desde el principio de los tiempos el distintivo cultural principal de la especie humana, el elemento que inducía la reunión de los individuos, lo que cohesionaba familias y sociedades. De ahí que, durante tantos milenios de convivencia entre el fuego y las personas, lo hayamos tupido de connotaciones simbólicas. Comentémoslas, aunque sea someramente:
Fuego y teja. En la cultura vasca, el contar con un fuego permanente es lo que convertía cualquier edificación en un “hogar” —hogar, ‘lugar de fuego’—, el rasgo inequívoco que lo diferenciaba de cabañas u otros refugios temporales…
La RAE en su diccionario indica que uno de los significados del término identidad es el de, “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”, incluyendo los siguientes sinónimos: identificación, filiación y personalidad… A los que yo añadiría, entre otros, singularidad y raíz (origen); sin obviar que la identidad también se manifiesta en rivalidad, sana o insana, en ciertos deportes, celebraciones, etc.
Las fiestas de todo el año y, en particular las del verano, están cargadas de signos identitarios y elementos simbólicos, generales o específicos; tanto desde el aspecto material, como en lo que se refiere a lo intangible. Quién no ha escuchado ―algo que hemos tratado en otros artículos de este blog― expresiones como “este festejo es de toda la vida”, o “esto no se hace en ningún otro sitio”.