Apuntes de etnografía

Salvatierra, 2017. Foto: Bea Gallego.

Un elemento imprescindible de la devoción popular en el mundo rural han sido los cantos de aurora que todavía a comienzos del siglo XXI siguen perdurando (o al menos lo hacían en época pre-pandémica) en varias localidades alavesas y que combinan características comunes entre sí, pero también diferentes de un lugar a otro.

A grandes rasgos, se sabe que ya en el siglo XVII existían cofradías o hermandades de “auroros, despertadores o rosarieros” que llamaban a los fieles a rezar el Rosario de la aurora. Pero el mayor apogeo se produjo a partir del siglo XVIII, en paralelo a la devoción hacia el propio Rosario. Así, comenzaron a practicarse los Rosarios cantados los domingos y días de fiesta siguiendo melodías sencillas y populares, que dieron paso a grupos organizados conformando cortejos de faroles, campanillas, etc. que invitaban al vecindario a acudir al rezo del Rosario en la primera misa de la mañana tras haber aludido al santo y festividad del día, a quien estaría dedicado.

Cuando en 1878 el papa León XIII instauró la obligatoriedad del rezo del Rosario por las calles durante todo el mes de octubre (de ahí que todavía a día de hoy mucha gente de cierta edad siga refiriéndose a él como “el mes del Rosario”), añadiendo Avemarías, Padrenuestros y Glorias que le aportaran solemnidad, esta devoción popular vivió su momento culminante. Fue en ese contexto cuando pudo nacer la primitiva figura del “auroro”, una imagen aún recordada por la gente más mayor en algunas localidades: un hombre devoto que con su farol y campanilla cada madrugada recorría en soledad las calles todavía dormidas del pueblo mientras cantaba los versos correspondientes al día ayudándose para ello de un pequeño libro que los recogía. En su recorrido hacia la iglesia, a este auroro solitario se irían sumando más fieles que iniciarían su jornada cumpliendo los preceptos religiosos. Frente a otro tipo de prácticas más propias de clases acomodadas, estaríamos ante un tipo de devoción popular, muy arraigada entre las capas sociales más humildes.

De esta costumbre de conmemorar las fechas señaladas del calendario litúrgico y anunciar el santo o la santa del día al vecindario, a quien se invitaba a acudir al rezo del Rosario de la Aurora antes de comenzar su jornada laboral, nos llegan las auroras o cantos de aurora (también denominadas versos en Laguardia o aleluyas en Salvatierra) que hoy conocemos.

Laguardia, 2016. Foto: Bea Gallego.

En la actualidad, estos cantos son coreados en días señalados por grupos que recorren las calles de la localidad para entonarlos en puntos concretos de un recorrido prefijado que suele tener un carácter circular o perimetral. Las letras, una para cada día a las que habría que añadirse las festividades litúrgicas, quedaban recogidas en libros de pequeño tamaño, como aún se puede observar en Moreda. Con el tiempo, esa práctica diaria se fue reduciendo a los domingos y días festivos. Finalmente, las transformaciones a partir de los años sesenta supusieron el declive de los cantos de aurora: junto al rápido proceso de secularización de la sociedad, la mecanización o la industrialización favorecieron el abandono no sólo del medio rural, sino del mundo rural con su particular cosmovisión.

Así, aunque antiguamente esta costumbre estaría presente en cualquier pueblo, ha quedado constancia de ella (en bibliografía o porque se conservan letras) en Abetxuko, Apellániz, Arlucea, Bernedo, Elciego, San Román de Campezo, Loza, Heredia, Mezquia o Gaceo. En otras localidades, la tradición ha perdurado hasta hace muy pocos años, pero la falta de relevo generacional amenaza su continuidad como sucede en Elvillar, Moreda u Orbiso. Es precisamente en ese contexto de desaparición generalizada donde llama la atención su presencia o podríamos decir, resistencia, en nuestro territorio, donde esta práctica ha visto nacer el siglo XXI al menos en Cripán, Labraza, Lagrán, Laguardia, Lanciego, Oyón, Pipaón, Salvatierra, Santa Cruz de Campezo, Vitoria-Gasteiz, el valle de Arana y Yécora gracias no solo a la pervivencia de la tradición sino también a ejemplos de recuperación de esta práctica o incluso de “invención” de la misma en fechas recientes, como en Vitoria-Gasteiz.

Podría pensarse que no se trata de una cantidad importante desde el punto de vista cuantitativo. Sin embargo, sí es un dato relevante en la medida en que, bajo el nombre genérico de cantos de aurora, cada localidad presenta sus propias fechas, letras, melodías, costumbres asociadas o perfil de quienes integran los grupos. Evidentemente, se observan características compartidas entre las auroras de estos pueblos, desde letras coincidentes (o con ligeras modificaciones) hasta fechas especialmente proclives para esta tradición (6 de enero, 15 de agosto…), o el predominio de grupos con una edad media superior a los sesenta años. El farol y la campanilla, antaño imprescindibles por lo temprano de la hora y el carácter de llamamiento del canto, son hoy elementos accesorios que sin embargo se mantienen como parte de la tradición y que, en localidades como Salvatierra, por ejemplo, constituyen además un elemento diferenciador.

Pero un análisis más detallado por localidades revela que en cada localidad la tradición es diferente, y aquí entran en juego no solo los aspectos musicales de los cantos (con melodías  populares y repetidas en algunos casos y complejas y únicas en otros), o las letras (compartidas  entre varias localidades pero también compuestas ex profeso en cada ocasión, a veces con voluntad de reflejar los aspectos más relevantes ocurridos en el último año), sino también su vinculación con otros elementos: con el tiempo de la aurora (cuándo se realiza, pero sobre todo cómo se marcan el comienzo y el final en cada parada); con el espacio (por dónde discurre el recorrido, los lugares en los que se para, aquellos en los que ya no se hace y por qué); con las presencias (no solo quiénes asisten a cantar sino también qué otras maneras de participar existen, ya sea ofreciendo comida y bebida a lo largo del recorrido o escuchando desde las ventanas); con las ausencias (“los santos de este día”, “las ánimas del Purgatorio”, “el primer ausente de esta compañía”…); con el patrimonio material asociado (faroles, campanillas); con las costumbres asociadas a cada grupo (tomar un licor y unas pastas antes de comenzar el recorrido, subir al campanario para despertar a todo el vecindario una vez acabado, compartir una chocolatada…) y, sobre todo, con un dinamismo en algunas localidades que le ha permitido adaptarse a los nuevos tiempos hasta trascender su carácter devocional y actuar como un elemento que refuerza la identidad local.

 

Bea Gallego − Antropóloga

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